Financieramente follada

Aterricé en este mundo de la única forma que sé hacerlo, de cabeza y sin paracaídas.

A veces, la desesperación y las malas decisiones me llevan a buscar soluciones rápidas y apaños temporales. Solo quiero esa pequeña bocanada que me permita seguir respirando unos segundos más. Y te aferras a los primero que se te cruza sin advertir los peligros. En mi caso siempre son ideas. Brillantes ideas. Alocadas y disparatadas ideas. Puñeteras y jodidas ideas.

Eso, de donde yo vengo, se llama supervivencia.

¡Me cago en todo! ¿En qué momento decidí que hacer trading sería una buena idea?

Pues aquel día que una publicidad…

Espera Luci. Empieza desde el principio, guapa. Cuéntales la verdad. Cuéntales cómo se te ocurrió que esto era una salida.

¡Malditas voces!

Os voy a contar una historia. No sé hacerlo de otra manera.

 

El siguiente capítulo fue extraído de un manuscrito sin acabar, y narra una serie de sucesos que me empujaron (nada es por las buenas en mi vida) a ser la puta del mercado. También forma parte de una serie de microrrelatos que publiqué en el Club de escritura Fuentetaja, en una época en la que participaba en concursos literarios y en la que aún creía en el triunfo del talento. Que ilusa.

Capítulo 1

Odio dar consejos. Pero joder, sin el humor de ellos no hubiese sobrevivido al caos de un encierro involuntario.

Nota: hacer todo lo contrario, siempre. Y si me veis por la calle, ¡Correr!

 

Consejo de cuarentena Nº1: “Queda totalmente prohibido romper con tu pareja”.

Maldita la hora en que decidí coger al toro por los cuernos y afrontar mi delicada situación sentimental, tambaleante desde hacía un tiempo. Cosas del confinamiento supongo, con tantas horas para pensar, una que se aburre, y las copas de vino que envalentonan a cualquiera…en fin, que el espectáculo estaba servido.

A ver como explico esto.

Después de estar semanas y semanas comiéndome la olla, imaginando posibles escenarios de despedida, y recitando discursos en voz alta con actitud de congoja, me animé por fin a finiquitar la relación. Había llegado ese momento, tantas veces ensayado, en el que me veía teniendo una larga conversación con «Él»; pero claro, sin sospechar que detrás de tan bien intencionado proceder me esperaba una fuga a lo Thelma & Louise: en coche, por carreteras desiertas y esquivando controles policiales.

Pero no nos adelantemos a los hechos, que ese es otro consejo.

La cuestión es que, como una valiente que soy y armada de coraje, decidí dar el primer paso. Y así, sin más, comenzó la ruptura más corta de la historia.

A continuación, transcribo el diálogo tal cual sucedió, para que alucinéis un poquito.

—Tenemos que hablar —digo seria.

—Sí, tenemos que hablar —responde él—, ¿tú eres feliz?

—No. ¿Y tú lo eres?

—No. —Y tras un breve silencio, agrega—: Pues ya está.

Pero…

La vocecita de Bugs Bunny retumba en mi cabeza: «¡Eso es todo, amigos!».

¡¿Qué?! ¡¿Ya está?!

¿Alguien me puede explicar qué coño está pasando?

¿Cómo es posible que este deleznable ser se levante tan campante, se marche de la habitación sin un atisbo de sufrimiento, y me deje allí, pasmada, y con una cara de panolis mejor que la de Diego Gabino en Torrente?

Entiendo que no seamos felices y que la cosa no da para más, pero no sé chico, un poco de respeto, que fueron cuatro años juntos. Una lagrimilla no habría estado mal, digo yo.

¡Y todo en un minuto de mierda!

El siguiente paso desembocaría en el…

 

Consejo de cuarentena Nº2: “Nunca llames a tu madre y a tus hermanas recién finalizada una relación”.

Estoy en shock, el individuo se ha encerrado en el dormitorio con una cerveza, el mando del Netflix y canturreando We are the champions.

Corro a la cocina con teléfono en mano, busco apresurada el grupo de WhatsApp “Las Divinas”, y en voz baja envío un audio.

«Chicas, he hablado con Nico y ya está, ha sido la ruptura más corta de mi vida, es todo muy raro, os juro que estoy flipando. Si hasta está cantando el cabrón».

«¿Qué te dijo?, ¿se lo esperaba?, ¿cómo estás vos?», llega el primer mensaje.

«¿Cantando?, te dije que ese tío no estaba bien», llega otro.

«Yo no esperaba esto», contesto con un nudo en la garganta.

«Hija tu palante, si él está tranquilo te quedas hasta que pase todo, y sino coges tus cositas y te vienes para casa», responde mi madre después de estar escribiendo un buen rato.

«¡Pero mamá que no puedo salir a la calle, que estamos confinados!».

Disimulo silbando Sobreviviré cuando el susodicho entra en la cocina por otra cerveza.

—Saludos a tu madre y a tus hermanas —dice al salir.

«¡Diossss! ¡Les envía recuerdos, está peor de lo que imaginaba!», escribo veloz.

«Será hijoputa».

«Han agregado quince días más al confinamiento, lo sabes ¿no?».

«Tú no puedes estar encerrada con ese loco un mes».

«Pero dicen que va para largo, igual son dos meses».

«Deberías coger tus cosas y largarte, Lu».

«Si, sí. Tienes que salir de allí, podría empeorar la situación».

«¡Sal ya hija, por favor!».

¡¿Pero qué paranoia es esta?!

Me bombardean con mensajes sin darme tiempo a contestar, y las predicciones alarmistas sobre el fin de la pandemia que sueltan no me dejan razonar con coherencia. Solo sé que el miedo comienza a invadir mi frágil salud mental, y lo de salir corriendo ya no me parece una idea tan disparatada.

No me imagino conviviendo un mes (o más, quién sabe) con ese desquiciado e insensible ser; además, ¿quién dormirá en el sofá?

Sacudida por el canguelo, cojo la maleta.

 

Consejo de cuarentena Nº3: “Quédate en casa, pero en la de verdad”.

Hecha un mar de lágrimas, despeinada y en pijama, decido abandonar ese cuchitril apestoso para volver con los míos. Quien mejor que ellos para sanar este roto corazón. Así que, a pesar de toda recomendación nacional de no abandonar nuestros hogares para no caer en las garras del virus asesino, me lanzo sin cordura a formar parte de ese grupo de inconscientes clandestinos que se saltan las normas.

Ataviada con gafas de sol, mascarilla y un largo chaquetón, mi figura queda camuflada entre una mezcla de indigente y loca huida del manicomio. Vamos, que estaba hecha una piltrafa.

Con esas pintas consigo llegar hasta el coche, sin que ningún vecino balconazi me amenazara con llamar a la policía o me insultara.

Lo arranco, suspiro con amargura, y acompañada de sus recuerdos inicio el camino de regreso a casa. Circulo por una ciudad desierta, y ese aspecto apocalíptico me hunde aún más en la tristeza. De vez en cuando me cruzo con algún que otro camión cargado de alimentos, o con alguna ambulancia que transita veloz; pero esa realidad me resulta tan ajena y distante que apenas soy consciente de la hecatombe que me rodea. Solo quiero llegar y acurrucarme en el regazo de mamá.

Hundida en mis divagaciones existenciales me aproximo a una rotonda, donde las luces parpadeantes de un coche patrulla me devuelven al presente de golpe y porrazo.

¡Mierda!

Quito el pie del acelerador e intento mantener el semblante tranquilo. Me miran. El sudor corre por mi frente y, para mi sorpresa, me dejan pasar sin hacer preguntas.

¡Uf, por los pelos!

Por fin llego a la autopista, tan solo quedan cien kilómetros; una distancia que me resulta eterna pero que asumo con coraje. Sin embargo, pocas cosas me importan ya.

Falta muy poco, y por designios del destino un nuevo control se asoma en el horizonte.

¡Mierda y mierda!

Esta vez un poli levanta la mano en señal de stop. Temblorosa bajo la ventanilla y él se acerca serio. Me pregunta de dónde vengo y adónde voy…

Danzar, malditos danzar, bailo la pena…canta Macaco en la radio.

—Puede ir haciendo la multa agente —, contesto con una leve sonrisa.

Qué bueno está el hijo de puta.

 

Y así, en ese contexto. Sin casa, sin trabajo, con muchos cambios por delante y una deplorable salud mental decidí dejarme querer por algo que rondaba en mi cabeza desde hacía tiempo. Me dejé seducir por los mercados financieros sin otra razón que la de ganar dinero, mucho dinero, para no tener que hacer nunca más una maleta.

Vaya hostia se avecinaba. Otra más.

Pero esa es otra historia.

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